miércoles, 31 de julio de 2013

Casa de citas / Daphne du Maurier / El hechizo



Daphne du Maurier

EL HECHIZO

Había cesado el encanto; el hechizo se había roto. Volvimos a ser dos mortales, dos personas jugando en la playa.

martes, 30 de julio de 2013

Casa de citas / Daphne du Maurier / Cochero y caballos




Daphne du Maurier
COCHERO Y CABALLOS

A veces sucede así en la vida: cuando son los caballos los que han trabajado, es el cochero el que recibe la propina.


Lea, además
Biografía de Daphne du Maurier




lunes, 29 de julio de 2013

Casa de citas / Lucía Velas / La duda



Lucía Velas
LA AUSENCIA

Intuía que no ibas a venir nunca. Pero si me llego a mover de allí, me hubiera quedado la duda y la duda era peor que tu ausencia.



domingo, 28 de julio de 2013

Diario / La madre de Ambar


Triunfo Arciniegas
La madre de Ámbar
Bogotá, 22 de julio de 2013

Ahora que duermen juntas en Santa Elena, Ámbar le dijo a su madre, la señora Lucía, que en Bogotá había dormido todas las noches conmigo, y la señora Lucía replicó que ya no le sabría a nada dormir con ella. El calorcito es otro, pero es calorcito.



sábado, 27 de julio de 2013

Diario / Pirata 3






Triunfo Arciniegas
Pirata 3
21 de julio de 2013 

Antes de volver al hotel, en uno de los más bellos atardeceres de Bogotá en los últimos treinta años, me fui donde las putas a darle gusto al ojo. Para precisar las visiones me quité el parche. Vi discotecas, vi residencias, vi puteaderos, El Castillo, La Piscina, Las Divinas. Vi almacenes de lencería, vi salones de belleza. Estas mujeres se gastan fortunas en cirugías, maquillaje, ropa y zapatos. Vi una muchachita bella muy parecida a una antigua novia mía, sentada frente a su casa del placer. Su boca era la misma, sus ojos eran los mismos. Otra se cambiaba la falda junto a una venta de caramelos, haciendo malabares para sostenerse en sus tacones. Vi, al otro lado de la calle, una mujer absolutamente hermosa, medio desnuda, exhibiéndose sin pudor, ¿O sería un hombre? Mis ojos no son de fiar en estos días. Bajé una calle y vi un hombre con unos pechos hermosos, y un cuerpo que envidiaría cualquier mujer. Ante mis ojos, mostrándome la lengua, se balanceó los pechos con ambas manos. "Qué preciosura", dije, y soltó la risa. No soy un hombre de putas, nunca lo he sido, aunque no aseguro que no lo seré cuando ya no pueda levantar nada gratis. El amor no me ha fallado, siempre he conseguido el pan de cada día, gracias a los dioses, gracias a las mujeres generosas que jamás han faltado, benditas sean. Pero el cuerpo ya no es el mismo, el ultraje de los años resulta implacable y demoledor y, como dice la canción, "el amor no me ilumina como ayer".






viernes, 26 de julio de 2013

Diario / Pirata 2



Diario
Pirata 2
Bogotá, 20 de julio de 2013

"A mí también me sacaron un ojo", me grita un vagabundo en la Séptima, en pleno centro, porque llevo un parche. Me niego a darle dinero y me insulta. "Por ser tan horrible tiene esa vida tan desgraciada", le digo. Entro a una tienda a comprar una Coca-cola y ya no me sigue. No sé si anda por ahí cuando salgo. Pienso que puedo defenderme con la misma botella de Coca-cola.


jueves, 25 de julio de 2013

Diario / Pirata 1




Diario
Pirata 1
Bogotá, 19 de julio de 2013

Me quito el parche y el ojo, desconsolado, vuelve a llorar.


miércoles, 24 de julio de 2013

Diario / Ojo por ojo




Diario

Ojo por ojo
Bogotá, 22 de julio de 2013

Un ojo llora tu ausencia mientras el otro se divierte con las nuevas mujeres.


martes, 23 de julio de 2013

Diario / Hospital de caridad

Ojos
Sâo Paulo, Brasil, 2013
Fotografía de Triunfo Arciniegas

Diario
Hospital de caridad
Bogotá, 18 de julio de 2013

La diligencia me llevó más de cuatro horas. Todo el tiempo pensé en el verso de Raúl Gómez Jattin: "Porque cuando me enfermo voy al hospital de caridad". Primero necesité dos horas para encontrar el lugar donde me atendieran. En la primera clínica me exigían que cancelara ciento veinte mil pesos y que, además, firmara un pagaré en blanco Todo por una simple consulta. Los mandé a la mierda, por supuesto. Seguí caminando, con media cara adolorida y paralizada, con el ojo derecho en un chorro de lágrimas, hacia un hospital donde me atendieron unos veinte años atrás. No puedo silbar ni escupir. No tengo necesidad de silbar en este momento, pero el caso es que no puedo hacerlo. Escupir resulta más necesario. Escupir la realidad, por ejemplo.

Vi en una vitrina un chaleco con muchos bolsillos, como para viajar lleno de cosas a otro país, y lo compré, más por los bolsillos que por el chaleco mismo. Y seguí mi recorrido con ese montón de bolsillos en una bolsa negra, una de esas que se usan para sacar la basura. Extraño momento para hacer compras, lo sé. 

Algo perdido, entré a una farmacia y me orientaron hacia otro rumbo, un hospital cuyo nombre me reservo porque no se trata de entablar una demanda sino de de rememorar los hechos. Allí estuve un par de horas, entre el dolor y la desgracia ajenas. Una mujer embarazada se desmayó a mi lado. Otro se acercó casi a rastras al pasillo de los consultorios. Una mujer casi transparente, casi un fantasma, atravesó la sala y dejó caer una bufanda que nadie recogió. Era como si me hubiera colado a una película de zombis. ¿No hay unas miserables sillas de ruedas para que toda esa gente se movilice? Y la televisión encendida en un canal colombiano con la estúpida y requeteestúpida programación de las mañanas, donde gritan y saltan y ríen en vivo como si la vida fuese una suma de trivialidades, donde encuentran acomodo telenovelas y dramatizados de tercera categoría con actores varados en plan de rebusque. ¿Por qué lo hacen? Ahora uno encuentra televisores encendidos hasta en la sopa. ¿Pero por qué en los hospitales? Supongo que para que los pacientes se idioticen y no empiecen a gritar y a romper sillas y ventanas. Dan ganas de gritar.

Un muchacho, con el brazo fracturado, se sentó junto a mí. Más allá, un señor con la cabeza vendada, tan inmóvil y resignado como una estatua. Llegó una pareja de viejos, más cerca de los noventa que de los ochenta. El hombre, sumergido en la silla de ruedas, se quejaba como un niño, y la mujer, encorvada y con sus pocos pelos blancos en absoluto desorden, con sus ropas de pobre y las medias caídas, empujaba la silla. Habían olvidado la cédula. No sé si enviaron por ella o decidieron atenderlos sin esta formalidad. Se acomodaron frente a mí, él todavía hundido en la silla de ruedas, por supuesto. En un momento la mujer acarició la cabeza del hombre. Luego él sacó su peine y empezó a acicalarse sus pocos pelos. Lo imaginé con cincuenta años menos, enamorando muchachas.

En Colombia vivimos fascinados por la burocracia y la complicación de los trámites. Entre más enredada la cosa, más interesante nos parece. El portón se mantiene asegurado con un grueso candado y hay que esperar que venga el portero. Uno puede venir con las tripas fuera pero tiene que esperar a que el portero se digne acercarse. No hay letrero, hay que adivinar. O hacer otra cola a media cuadra, como fue el caso mío, para descubrir el secreto. Ábrete, Sésamo, pensé. Y cuando Sésamo se abre, el paciente se registra, con cédula y todo, y recibe una manilla de identificación. Luego toma un número de un dispensador y se sienta a esperar el turno. Pero resulta que este turno es tan solo para otro registro con cédula y preguntas de todo tipo, hasta religiosas. Me preguntaron si era católico o cristiano, y todavía no sé la diferencia. Es más, casi no sé qué es lo uno o lo otro. ¿Será que el tratamiento de un ojo católico es diferente al del ojo cristiano? ¿O se precisará esta información para pasar al más allá? Di mi dirección y creyeron que Pamplona es un barrio de Bogotá. Solo es el culo del mundo, señores. No lo dije, por supuesto, el dolor me obliga a comportarme como un caballero.  

Después del interrogatorio volví a sentarme y esperé más de una hora para que me atendiera una doctora muy joven y distante, imagino que en su año de práctica, en el consultorio 3. Me despachó en menos de cinco minutos. Más demora una peluqueada, desde luego. Pero, en fin, echando a pique se aprende. Me dijo la rubia y delicada doctora que tenía una parálisis facial periférica y anotó dos remedios. "Son baratos pero no significa que sean malos", dijo. Me sentí miserable, apretando la bolsa negra del chaleco, tal vez con cara de reciclador, de torcido recliclador, para más señas, y me di cuenta que la doctora daba por hecho que no tenía donde caerme muerto. Pero luego pensé "parálisis parcial periférica", mmm, nada parecido a un carranchín, y hasta me sentí importante. Explicó la rubia y seca doctora que no me ingresaba porque debía pagar un dinero. Aliviar el dolor era lo que más necesitaba, después de saber la naturaleza del mal, y salir corriendo de allí. Fui con la fórmula a facturación para cancelar la consulta, pero me pidieron que esperara. Media hora después seguía esperando. Me atreví a acercarme para explicar que necesitaba irme y me dijeron que esperaban el trag o algo así, una palabra que nunca había escuchado. "¿Dónde se saca?" Me señalaron una oficina y allí pedí el dichoso documento. Pero allí no lo expedían. ¿Entonces en dónde? Me dijeron que buscara al doctor que me atendió. Y fui al consultorio 3. Allí estaba la doctora, la rubia, la distante, sin ningún paciente, sin hacer nada. Le pedí el documento y dijo que lo enviaba en un momento. ¿Por qué demonios no lo había hecho antes? 

La bolsa negra del chaleco había desaparecido. Desanduve el camino hasta que la encontré debajo de una silla y me sentí como el niño que recupera su almohada consentida.

Diez minutos después me dieron la salida. Con un papel firmado fui a donde me habían puesto la manilla y luego un uniformado me llevó hasta el grueso candado del portón.

Creo que uno debe enfermarse no más para conocer los trámites, y una vez que se convierte en experto, con toda confianza, y el alma en un hilo, acudir en serio al hospital.

Salí a la calle y pedí un taxi. El primer tipo no quiso llevarme al centro, una zona congestionada a mediodía. Le dije que iba a denunciarlo y me hizo un gesto amenazante, como si quisiera abandonar el taxi para venir a golpearme. En Bogotá los taxistas van donde les convenga, no donde el usuario necesita. Y no es la primera vez ni será la última que se me presenta esta situación. Alguien menos desconsiderado me llevó al fin hasta el centro, mi eterno territorio. Acudí a una farmacia de la Séptima. Allí mismo, la noche anterior me aplicaron una inyección y me aconsejaron que, según como amaneciera, consultara un doctor. "Volví", les dije, aireando el par de hojas que me dieron en el hospital, creyéndome muy cerca del alivio. De pronto, uno de los farmaceutas detalló la fórmula y se disculpó antes de rebatirla, y me dedicó la atención que no obtuve de la doctora. Esto es para la infección y lo suyo no es una infección, vecinito, esto es para esto. Una hermanita del farmaceuta había pasado por el mismo trance de retorcimiento. Pinche doctora. Decidí confiar en el farmaceuta, que al menos me atendió mejor, y terminé aplicándome la inyección que me sugirió. Es decir, toda una mañana perdida, toda una maratón para nada, toda una camisa empapada. El farmaceuta me puso el parche en el ojo derecho y me dio su teléfono para que lo llamara a cualquiera hora. Me citó para el lunes. Que se mejore, vecinito, y masque chicle todo el tiempo. Tengo el párpado cada vez más caído. Y el ojo no cierra del todo. Ya veremos qué pasa. Ya veremos, dijo el ciego. Soy un pirata y navego en mares infestados de tiburones.





lunes, 22 de julio de 2013

Diario / Culo de negra



Diario
Culo de negra
Bogotá, 15 de julio de 2013

Estábamos conversando Ámbar y yo, sentados en una acera de La Candelaria, el bello barrio de poetas y ladrones, cuando pasó una negra preciosa, de unos veinte años, con un pantalón de flores muy ceñido. 
-Mira ese jardín -dijo Ámbar.
Nos quedamos mirándola mientras se alejaba calle arriba.
-Culo de negra, al fin y al cabo -dije, reconociendo el esplendor.
Y remató Ámbar, refiriéndose al suyo propio, blanco y precioso:
-Chiquito también es bueno.



domingo, 21 de julio de 2013

Diario / Mi cuerpo

Piernas de Ámbar en la luz de la mañana
Fotografía de Triunfo Arciniegas


Diario
Mi cuerpo
Bogotá, 14 de julio de 2013



"Me gusta mi cuerpo cuando estoy contigo", dijo Ámbar.





sábado, 20 de julio de 2013

viernes, 19 de julio de 2013

Triunfo Arciniegas / Filósofo de semáforo / Dolor

Sábado en la mañana
Fotografía de Triunfo Arciniegas
Triunfo Arciniegas
FILÓSOFO DE SEMÁFORO
DOLOR

El dolor es peor en tierra ajena.


Filósofo de semáforo



jueves, 18 de julio de 2013

Casa de citas / Juan Cruz / Rayuela 3


CRÓNICA DE UN LECTOR DE RAYUELA 3

LA EDAD DEL LIBRO

Por 
El País, 24 de junio de 2013
Hay gente que pregunta la edad de los libros y decide, en función de los años, qué pasa con ellos, o qué debe pasar, hasta cuándo duraron o hasta cuándo deben durar. Cuando deciden que los libros han envejecido porque ya tienen los años suficientes cometen el mismo error que cuando los arrinconan porque son demasiado jóvenes. Los libros no tienen edad o tienen la que los propios lectores se adjudican. O tienen las edades que uno les adjudique, o tienen todas las edades. Con Rayuela ha pasado desde hace algún tiempo que algunos le toman la temperatura o que otros le toman el pulso o que otros decretan su muerte. Es un libro que fue para adolescentes o para jóvenes, dicen. Entonces, ¿no es viejo? Es viejo pero fue joven para aquellos jóvenes. Ah, ¿y los jóvenes de ahora no podrían tener gustos similares a aquellos que lo leyeron en torno a 1965 como si estuvieran bebiéndose el elixir de la contranovela?
       Esta reticencia que mantengo ante los que decretan con respecto a esta obra mayor de Cortázar la vejez o el envejecimiento viene de un hecho que yo mismo presencié y ante el que sentí el mismo estupor que ahora padezco cuando evocan la edad del libro como argumento para arrinconarlo. Era 1992, cuando en España algunos habían decretado un boicot activo al boom de la literatura latinoamericana; tal día como hoy, 24 de junio, me habían nombrado director de Alfaguara, que era la editorial que mantenía los derechos de Julio Cortázar, y en una de las primeras reuniones que sostuve con mis compañeros de la editorial pregunté a qué se debía la anómala situación que consistía en tener los derechos del autor de Rayuela y ocultar sus libros en los almacenes. He contado en algún otro lugar la respuesta que obtuve: “Es que a Cortázar habría que traducirlo”. La indignación que me produjo esa frase fue el origen del mayor despliegue editorial que yo organicé en aquel entonces: reeditamos los libros de Cortázar, con especial énfasis en Rayuela, montamos una serie de actos en la Fundación March con las marcas Hay que leer a Cortázar yQueremos tanto a Julio, le pedimos al pintor Eduardo Arroyo que hiciera un póster que incluyera el capítulo 7 de Rayuela y nos sentimos muy gratamente sorprendidos cuando vimos entrar en los actos a numerosos jóvenes que querían saber de Cortázar, que querían leerlo y que llenaron aquellas salas de la March como si estuvieran ante una novedad musical de las que levantan masas.



Julio Cortázar

       Aparte de todo ello, pusimos en marcha una colección, la de Cuentos Completos, que inauguramos con los cuentos de Cortázar, acaso lo mejor de su producción general; esos cuentos completos siguen siendo un éxito editorial, igual que Rayuela y como otros libros de Cortázar. No fue una resurrección, fue un justicia que se levantó frente a la incomprensión de los que decretan sin miramientos la muerte de un autor o el envejecimiento prematuro de un libro en concreto.
       Ahora que ha pasado medio siglo de la publicación de Rayuela quiero alertar contra los que la ponen a un lado, en el sitio de los libros viejos. Cuando vi la reedición del cincuenta aniversario, en la Alfaguara que ahora dirige Pilar Reyes, me llevé la alegría que me llevaba en días como hoy, cuando de niño me sentaban en una silla adornada de frutas y de plantas para recibir el día de San Juan. En mi caso, aquella emoción infantil no ha envejecido, igual que la emoción de releer Rayuela sigue intacta. Porque los libros que has amado, y que sigues amando, sólo tienen la edad que tu ánimo tenga en el momento en que los lees. Rayuela es un termómetro de tu tiempo, pero eso no tiene sino la edad del tiempo en el que tú mismo vives.
       ¿Cincuenta años? Quizá, pero habrá quienes lo lean hoy y sientan, como ante Stendhal, o ante Proust, o ante Hemingway, o ante Onetti, que ese libro se escribió ayer y para esa persona en concreto que lo está leyendo. Y será como un regalo de Reyes o como un regalo de San Juan que yo mismo me voy a hacer ahora.



miércoles, 17 de julio de 2013

Casa de citas / Juan Cruz / Rayuela 2


Crónica de un lector de Rayuela 2. 

Lo que Cortázar le dijo a Harss

Por 
El País, 23 de junio de 2013
En su libro Los nuestros, que es la biblia mayor del boom, Luis Harss explica su encuentro con Julio Cortázar, que lo había maravillado con Rayuela. Harss publicó su colección de entrevistas y encuentros (con Borges, con García Márquez, con Carlos Fuentes, con Mario Vargas Llosa, con Onetti, con Cortázar…) en 1966, tres años después de que hubiera aparecido el libro más importante de su casi paisano argentino (Harss nació en Chile pero se crió en Buenos Aires; como Clarín nació en Zamora). Ese libro insuperable, mítico y hasta hace un año verdaderamente inencontrable, ha sido publicado otra vez por Alfaguara, y es de nuevo un gozo sumergirse en él para redescubrir, por ejemplo, esa exaltación rayuelita (la palabra es de Harss) que a todos los lectores de esa novela nos entró en muchos casos hasta ahora mismo. Todos los rayuelitas quisimos vivir dentro de ese libro y Harss disfrutó de la circunstancia de decírselo en seguida a su autor.



       En la reedición de Los nuestros Luis Harss cuenta que él mismo quiso ser Cortázar, que “esperaba reconocerme en su mirada”. No había visto ninguna foto suya, cree, así que no le ponía cara… “Y me sorprendió… Era un pelirrojo pálido, flaco, pecoso, casi lampiño”. Tenía “algo del maestro de escuela de provincia que había sido, esos maestros que de noche se escapan a ser poetas. Y algo también de ese paseante secreto de pasillos que era en la Unesco, donde trabajaba como traductor. Era de una amabilidad que ponía distancia. (…) Un expatriado de alma, que era otra manera de ser argentino”.
       Como dice Harss, en ese momento ya Cortázar era “una figura en la imaginación de la gente”. Todos queríamos ser como él, hablar como él, caminar como sus personajes, y creíamos, además, que la literatura tenía otros modos de hacerse, pero que ninguno podía ser mejor que aquella que había abordado Cortázar. Nos planteábamos la literatura, como en Rayuela, y precisamente de eso habla Harss con Cortázar, como una consecuencia de la vida, y también como la vida misma, sin palabras o sólo con las palabras que escuchábamos en esos balcones oscuros en los que ocurrían acontecimientos extraños con los que nosotros soñábamos como si los viviéramos al tiempo que los contaba Cortázar. Como si a nuestra lectura sucediera el libro y éste no existiera antes de tenerlo en las manos.



Julio Cortázar

       Esta conversación de Harss con Julio Cortázar es, más que probablemente, la más literaria del libro; parece una paradoja pero no lo es: es, también, la más vivida del libro, la que sustancia más la palabra vida. En algún momento Cortázar le dice a Harss que en sus libros anteriores (Bestiario, Las armas secretas) él no había llegado aún al alma humana, al hueso mismo de la vida, y que eso empezó a ocurrir en Los premios y terminó de pasar en Rayuela. La vida, la libertad y el humor, esos son ingredientes máximos de la novela. Los percibió Harss y de ello hablaron. Al principio, en esa conversación, Julio fue el hombre tímido que su entrevistador describe; como si entre ellos dos comenzara un combate de tímidos, uno va siguiendo ese discurso doble como quien ve bailar en un alambre (o en la tabla sobre la que Oliveira ve venir, en el vacío, a la mujer que le trae objetos que precisa para su obra doméstica) a dos seres humanos que han sido señalados para explicar Rayuela como si este libro fuera un ser humano.
       “Me di cuenta”, dice Harss, “que nos habitaba a todos”. Julio nos habitaba a todos, Cortázar nos hacía escribir a todos, todos nosotros bailábamos, sentíamos, caminábamos para imitar los pasos de la rayuela. Inauguró esa saga de bailarines Luis Harss; él comprobó un elemento que no tiene por qué estar en el libro de Cortázar, pero que se insinúa en el suyo y es evidente en las cartas que ahora habría que leer para tener claves de cómo se hizo el boom: Cortázar se alegraba de los premios ajenos, sugería los nombres de los otros para que no sólo Harss los fuera a buscar, le abría camino a los que él consideraba merecedores de ser considerados en la historia literaria, no cerró puertas ni balcones, ni le quitó el aire a nadie. Y, además, había escrito un libro que nos puso a respirar a todos los rayuelitas. Ahora hay que dar las gracias, además, al gran Harss, autor del mejor reportaje que mereció Cortázar.  






martes, 16 de julio de 2013

Casa de citas / Juan Cruz / Rayuela 1

Julio Cortázar


RAYUELA, UN RESPLANDOR

Por Juan Cruz

El País, 19 de junio de 2013


Hoy se pone a la venta la edición conmemorativa de Rayuela, de Julio Cortázar, que salió por primera vez el 28 de junio de 1963. Hace 50 años. Ese día Sudamericana en Buenos Aires publicó una novela decisiva de nuestro tiempo. Después de miles de días y de millones de horas y de millones de lectores, la novela sigue viva y sale otra vez de otra imprenta, la de Alfaguara en España y en América. El tópico sugiere que ya no se lee igual, que el tiempo pasó por ella; esa expresión es una maldición literaria, una estupidez y un desprecio a la inteligencia del libro, que es por dentro y por fuera un desafío, un estudio del ser humano como es y también como no quiere ser, es un dedo en el ojo de la historia para hacerla llorar. Vale la pena vivir, y entre otras cosas para seguir leyendo a Julio Cortázar. Al libro le siguen creciendo patas y miradas y manos, como si nunca dejara de crecer, es un ser y una voz y también un silencio y un niño; ahora que se puede debe leerse, también, junto a las cartas que en ese periodo escribió Cortázar, sobre todo a su amigo el editor Francisco Porrúa. Esa correspondencia equivale a otro libro y pone en su lugar una relación mítica a la que el mundo literario no puede renunciar, la figura del editor. Conmueve encontrar ahí a Cortázar, inseguro, locuaz, enfadado, curioso, siguiendo minuto a minuto la salida del libro, desde la coma más inverosímil a la cubierta, pasando por las correcciones y hasta por los títulos de crédito. Volver a Rayuela es conmoverse otra vez como cuando se escucha a los niños decir las primeras palabras largas. Una felicidad y un resplandor. Larga vida a Rayuela. 



Crónica de un lector de Rayuela 1
Por 
El País, 22 de junio de 2013 

Una semana antes de que se cumpla (será el 28 de junio) el 50º aniversario de la impresión de la primera edición de Rayuela estuve escuchando en Madrid a una ilustre lectora del libro, la profesora cubana Ana María Hernández del Castillo, que desde hace mucho tiempo vive y enseña en Nueva York.
Ana María Hernández dijo, en ese acto que se celebró en el Centro de Arte Moderno (Galileo, 52, en el barrio de Argüelles), que Rayuela le salvó la vida cuando la leyó. Todos los lectores de Rayuela, y yo soy uno de ellos, tenemos una circunstancia que nos une al libro, que nos une también a Cortázar como si lo hubiéramos conocido, como si le debiéramos una aspiración o una esperanza. Este viernes era la primera vez que escuchaba a alguien decir que ese libro le había salvado la vida. No me extrañó.
Hasta entonces cada año Ana María, un mujer enjuta y vivaz, que lleva en su cara y en su mirada atisbos atlánticos de su ascendencia canaria, había pensado en suicidarse, y cada año posponía esa decisión. Hasta que leyó el más famoso libro de Julio Cortázar y éste le devolvió las ganas de vivir. Rayuela tiene poderes especiales; no es solo un libro, o un pensamiento, o una música; es un libro que te saca del pozo o te mete en él para que sepas que del pozo se puede salir; es un libro sobre la angustia, y sobre la angustia del otro, pero también es una nave para que navegues de ahí hacia el humor y hacia la vida. Ana María Hernández disfrutó de esa experiencia cuando leyó Rayuela. Y ahí está, feliz de contarlo.
Luego, por intermedio de Juan Goytisolo, que era su profesor en la Universidad de Nueva York, Ana María tomó contacto con el escritor argentino, que vivía en París. Lo conoció finalmente en 1972. Se hicieron amigos. Ella lo sabe todo de Cortázar, como si aún lo viera caminar por Montparnasse.
El resultado de su correspondencia (en el lado de las cartas de Julio, no de las suyas) está en los tomos 4 y 5 de la fabulosa colección que prepararon la viuda de Cortázar, Aurora Bernárdez, y el profesor Carles Álvarez, y que contiene una documentación exhaustiva sobre la personalidad literaria y humana del autor de Rayuela.
Ana María contó que cuando estuvieron en París ella y Cortázar, el escritor, un hombre ocupadísimo entonces como muestra precisamente esa correspondencia, le dio su tiempo y su conversación y juntos emprendieron un diálogo que para ella no ha terminado. En este acto de Madrid ella presentaba un libro singular, Circe La Maga. La hechicera en la obra de Cortázar, en el que aborda, desde el punto de vista del psicoanálisis jungiano, la consecuencia que tuvo en Cortázar su audaz lectura de John Keats, sobre el que escribió un libro que permanecía inédito a la muerte de Julio y que yo tuve el honor de reeditar en Alfaguara a mediados de los años 90. Cortázar murió en febrero de 1984.
La obra de Ana María Hernández del Castillo ha sido reeditada ahora por el Centro de Arte Moderno, en su colección de libros de bibliófilo, y precisamente para la presentación de ese volumen estábamos escuchando las confesiones de la autora de Circe La Maga,animada en el estrado por otra lectora apasionada de Rayuela, la profesora Mariángeles Fernández.
  Claro, lo que primero me impresionó, y lo que ya me abandonó en sus palabras autobiográficas sobre el resplandor que para ella fue Rayuela, fue aquella confesión, el libro la había salvado. Cada lector es un universo en relación al mismo libro; los libros tienen manos que cada uno toma como le parece, y la memoria devuelve luego la experiencia de la lectura con el vigor o la melancolía que haya impregnado esa experiencia. Y Rayuela es, para muchos y para mi también, un caso muy especial que aún late, casi cuarenta años después de su lectura, como si, en cierto modo, me hubiera cambiado la vida,  pues ya me la había salvado, en cierto modo, Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante. Cuando comencé el libro de Cortázar, en la vieja edición que conservé hasta que el viento de otras manos se la llevó, me pareció que aquel pedazo de vida que tenía en las manos debía permanecer intacto en mi memoria y en el cuarto del Colegio Mayor San Fernando de La Laguna, así que le pedí a la señora que arreglaba la habitación que no moviera nada, que dejara ese sitio intacto hasta que acabara el libro.
Luego conocí a Cortázar, en Ámsterdam, por casualidad, con mi amigo Carlos A. Schwartz, también en 1972, el año en que Ana María lo había encontrado. En París lo busqué y lo encontré gracias al azar extraordinario de los teléfonos, y luego lo encontré en Madrid cuando él acababa de publicar su obra sobre Nicaragua, hasta que fui su editor entusiasmado en los años 90, cuando en España dominaba el desdén por el boom y decidimos mis compañeros de Alfaguara en América y yo mismo en España lanzar aquella campaña que se llamó Hay que leer a Cortázar y que llevaba como apoyo el subtítuloQueremos tanto a Julio.
 De esa experiencia editorial surgida de la admiración común por el autor de Rayuela nació la iniciativa de publicar la colección de cuentos completos latinoamericanos que se inició con las obras de Cortázar y de Juan Carlos Oneti. Luego conocimos esas cartas que primero Aurora Bernárdez y luego Aurora con Carles han ido seleccionando para que sepamos qué decía Julio cuando era tan solo Julio y se comunicaba con lectores como Ana María, dándoles la generosidad del tiempo y de la conversación.
Me sobresaltó escuchar a Ana María diciendo que Rayuela le había salvado la vida, pero no me extrañó. Los libros tienen manos, te suben. Luego he pensado, ante este folio cibernético en el que escribo rememorando mi propia lectura del libro más famoso de Cortázar, que a mi también me salvó Rayuela, aún no sé de qué, porque sigo leyéndola, pero sí sé que mi gratitud por ese libro es la que se suele sentir cuando un buen amigo te devuelve la vida o el saludo. 


lunes, 15 de julio de 2013

Casa de citas / Cristina Peri Rossi / Julio Cortázar


Cristina Peri Rossi
JULIO CORTÁZAR

Cuando conocí a Julio Cortázar, en París, en 1973, era un hombre melancólico. (¿Quién que lee no es un melancólico, quién que escribe no lo es?) Ya se sentía un exiliado y el golpe militar en Chile y en Uruguay lo había sumergido, de pronto, en una realidad semejante a la de Rayuela, con la sustancial diferencia de que los personajes de la novela podían regresar a Buenos Aires, y él, no, como yo no podía volver a Montevideo. Hay exilios políticos, y otros, sentimentales; son las separaciones, y para estos, no es necesario cambiar de ciudad. Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, su primera y hasta entonces única esposa, se habían divorciado, hacía tiempo, ya, pero Cortázar arrastraba cierta tristeza, una nostalgia por ese matrimonio deshecho que posiblemente sólo le podía confesar a una mujer ("Cada día me es más difícil hablar con los hombres –me decía Julio. Con ellos, hay que hablar de temas; en cambio, me gusta conversar con las mujeres, tienen las emociones a flor de piel, y eso es muy importante para mí, porque los hombres de mi generación se creían muy machos, y el falso pudor les impedía hablar de sus sentimientos"). El divorcio lo había pedido Aurora, a consecuencia de la relación que Julio sostuvo con Ugné Karvelis, durante el primer viaje que hizo a Cuba, invitado por Fidel Castro, a partir del cual Julio Cortázar se convirtió en un escritor políticamente comprometido. (Lo había estado antes, en Argentina, pero entonces, estuvo comprometido en contra del peronismo; ahora lo estaba a favor de la revolución latinoamericana que parecía extenderse como una marea incontenible.) Ugné Karvelis era una mujer muy atractiva, con aspecto de walkyria, vivía y trabajaba en París –agente y asesora literaria– y era una buena embajadora de la Revolución Cubana; acerca de su belleza y de su valentía política corrían muchas leyendas, pero en 1973, la relación entre ambos ya estaba muy deteriorada, entre otras cosas, por los celos y el alcoholismo de Ugné. Julio no quería hablar de estos problemas, pero muchas veces se le veía silencioso y triste. Sufrí en carne propia los celos desmesurados de Ugné (esos celos no distinguían sexo, opción sexual ni tampoco a los amigos varones). No vivían juntos, aunque Julio dormía en casa de Ugné casi todas las noches. Además, era su agente literaria. Julio quiso que yo la conociera, aunque me advirtió: "Ugné es muy celosa. Te va a odiar. Olvídate de publicar en Francia: lo va a impedir". La velada en la que nos conocimos fue bastante penosa. Julio me había invitado a ver, en París, la representación de una de nuestras óperas favoritas, Turandot, realizada por una famosa compañía teatral de enanos y de enanas (salvo la protagonista, de estatura normal). Apareció acompañado por Ugné Karvelis. La incomodidad de ambos era evidente, y pensé que Julio había tenido que ceder para evitar un conflicto. Intenté tranquilizar a Ugné, pero me di cuenta de que el problema venía de lejos y que yo era, en ese momento, sólo una de sus manifestaciones. No hablaron una sola palabra entre ellos, ni antes, ni después de la función, ni tampoco en la cafetería adonde fuimos luego. Hacía mucho frío esa noche, en París, y los miembros de la compañía también buscaron refugio en la cafetería, lo cual animó un poco a Julio - y a mí, todo sea dicho–, porque la tensión que había entre ellos no era nada saludable. Como casi todos los depresivos, me hice la pregunta que no tenía que hacerme: ¿Qué le he hecho yo a esta mujer para que me odie? La pregunta correcta debió ser: ¿Qué le ocurre a esta mujer para que me odie? Ugné era una mujer muy guapa, una real hembra, y Julio, un hombre muy atractivo, que gustaba mucho a las mujeres; la relación sexual estaba servida, y el conflicto, también. Sé que Julio intentó suavizar la hostilidad de Ugné hacia mí, pero no lo consiguió. Tiempo después, cuando tuve que exiliarme en París y Julio estaba en Brasil, visitando a su madre de incógnito, la llamé para que me ayudara: yo era una compañera política indocumentada, perseguida por la Policía de Extranjería de tres países. La llamé por teléfono, tal como me había indicado Julio, desde Brasil, pero Ugné fue cortante: "Si tenés problemas, arreglate sola", me dijo, y dio por finalizada la conversación. Ugné no me brindó la menor ayuda, ni siquiera quiso verme; en todo caso, gracias a ella, aprendí una amarga lección: los celos de una mujer, por inmotivados que fueran, están por encima de la solidaridad y del compañerismo político. (Son muy amargas, las cosas que se aprenden en el exilio. Pero eso no es lo peor: lo peor es que, posiblemente, la experiencia no le servirá a otros. Todo tiende a repetirse, como en uno de los círculos de Dante.) Cuando Julio regresó de Brasil y se enteró de la actitud de Ugné sufrió un gran disgusto. Tuvo una de esas cóleras frías, heladas, tan profundas que nada basta para aplacarlas. No sé qué ocurrió entre ellos, porque era demasiado elegante como para contármelo, pero a partir de ese momento, sus relaciones fueron todavía más tensas; para huir del conflicto, y de París, comenzó a viajar con mucha frecuencia, a pesar de que detestaba el avión. Eran huidas, con el pretexto de un congreso, de una invitación a una universidad, pero, en realidad, Julio estaba buscando el amor que le faltaba y dejando atrás una relación cada vez más conflictiva, más peligrosa. "Soy un hombre solo", me dijo a menudo, y eso se le notaba a veces en la mirada, en los pasos.



domingo, 14 de julio de 2013

Casa de citas / Ugné Karvelis / Cortázar poeta

Julio Cortázar en París
Ugné Karvelis
CORTÁZAR POETA

Siempre quiso ser un gran poeta, pero no lo era y lo sabía. Él escribió poemas a lo largo de su vida, aunque no de manera continua. Pero como tenía mucho sentido autocrítico, se daba cuenta de que la mayoría de los poemas no estaban al nivel que hubiera querido. Era un gran escritor de textos en prosa. Sin embargo, logró poemas muy buenos, con cosas muy interesantes. Para él, la poesía siempre fue una frustración. Era un poeta frustrado.


sábado, 13 de julio de 2013

Casa de citas / Ugné Karvelis / El otro Cortázar

Ugné Karvelis

Ugné Kurvelis
EL OTRO CORTÁZAR
“Fue en la Habana donde encontré al otro Julio, ése al que yo acompañé durante tantos años. Era en enero de 1967: yo había sido invitada por la Casa de las Américas y descubría con pasión la revolución cubana. Acorazada tras mi ejemplar de Rayuelaterminé por lanzarme al asalto del gran hombre, interponiéndome entre él y el mostrador de la recepción en donde iba a depositar su llave. ¡Oh sorpresa!: me invitó a un mojito”

viernes, 12 de julio de 2013

Casa de citas / Ugné Karvelis / Cortázar y yo



Ugné Karvelis
CORTÁZAR Y YO

Yo no era tan joven, pero tenía una mente joven. Llegué a París el mismo año (1951) que Julio. Tenía dieciséis años y él, treinta y uno. Sin encontrarnos, vivimos en los mismos apartamentos, caminamos por las mismas calles, visitamos los mismos cafés. La única diferencia era que, como no soy argentina, no tomaba mate. Debimos de habernos cruzado muchas veces en el mismo barrio. Años después de su muerte, hablando con un amigo argentino que vivió en esa época por allí también, descubrimos que, como ninguno tenía ducha privada, todos íbamos, incluso, al mismo baño público.


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BIOGRAFÍA DE JULIO CORTÁZAR