miércoles, 12 de julio de 2017

Así comienza Apegos feroces, de Vivian Gornik



Vivian Gornik
APEGOS FEROCES

Tengo ocho años. Mi madre y yo salimos de nuestro apartamento, que da al rellano del segundo piso. La señora Drucker está de pie, junto a la puerta abierta del apartamento de al lado, fumando un cigarrillo. Mi madre echa la llave y le pregunta:
–¿Qué haces aquí?
La señora Drucker señala hacia dentro con la cabeza.
–Éste, que quiere echarme un polvo. Le he dicho que ni tocarme sin pasar antes por la ducha.
Yo sé que «éste» es su marido. «Éste» siempre es el marido.
–¿Por qué? ¿Tan sucio está? –dice mi madre.
–Es un cerdo asqueroso –dice la señora Drucker.
–Drucker, eres una puta –dice mi madre.
La señora Drucker se encoge de hombros.
–No puedo montar en metro –dice.
En el Bronx, «montar en metro» era un eufemismo para ir a trabajar.

Viví en aquel bloque de pisos entre los seis y los veintiún años. En total había veinte apartamentos, cuatro por planta, y lo único que recuerdo es un edificio lleno de mujeres. Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está –maridos, padres, hermanos–, pero sólo recuerdo a las mujeres. Y las recuerdo a todas tan toscas como la señora Drucker o tan feroces como mi madre. Nunca hablaban como si supiesen quiénes eran, como si comprendieran el trato que habían hecho con la vida, pero a menudo actuaban como si lo supiesen. Astutas, irascibles, iletradas, parecían sacadas de una novela de Dreiser. Había años de aparente calma y, de repente, cundían el pánico y la locura: dos o tres vidas marcadas (quizá arruinadas) y el tumulto se apagaba. De nuevo calma silenciosa, letargo erótico, la normalidad de la abnegación cotidiana. Y yo –la niña que crecía entre todas ellas, formándose a su imagen y semejanza– me empapaba de ellas como de cloroformo impregnado en un paño apretado contra mi cara. He tardado treinta años en entender cuánto entendí de ellas.

Mi madre y yo hemos salido a dar un paseo. Le pregunto si recuerda a las mujeres de aquel edificio del Bronx.
–Cómo no –responde.
Le digo que siempre he pensado que la rabia sexual era lo que las hacía estar tan locas.
–Totalmente –afirma sin aminorar el paso–. ¿Te acuerdas de la Drucker? Solía decir que si no se hubiese fumado un cigarrillo mientras tenía relaciones con su marido se habría tirado por la ventana. ¿Y Zimmerman, la de enfrente? La casaron a los dieciséis, odiaba al tipo a muerte y solía decir que si se mataba en el trabajo (era obrero de la construcción) sería un mitzvah. –Mi madre se detiene. El volumen de su voz disminuye, sobrecogida por su propio recuerdo–. De hecho, él solía tomarla por la fuerza –dice–. La pillaba en mitad del salón y la arrastraba hasta la cama. –Se queda mirando al vacío durante un momento. A continuación, me dice–: Los hombres europeos. Eran unos animales. Unos auténticos animales. –Retoma el paso–. Una vez, la Zimmerman lo dejó fuera. Él tocó nuestro timbre. No se dignó a mirarme. Preguntó si podía usar nuestra salida de incendios. Yo no le dirigí la palabra. Cruzó toda la casa y salió por la ventana. –Mi madre se echa a reír–. Esa salida de incendios, ¡qué buenos servicios nos prestó! ¿Te acuerdas de Cessa, la de arriba? No, claro, seguro que no te acuerdas. Vivió apenas un año justo después de mudarnos nosotros y luego ya fue cuando llegaron los rusos. Pues la Cessa y yo nos llevábamos muy bien. Si me paro a pensar, se me hace raro. Apenas nos conocíamos, incluyo a todas, a veces ni nos hablábamos, pero vivíamos unas encima de las otras y nos pasábamos el día saliendo y entrando las unas de casa de las otras. Todo el mundo se enteraba de todo nada más pasar. Unos pocos meses en el edificio y las mujeres ya eran, digamos, íntimas.
»Pues esta Cessa era una mujer joven y guapa que llevaba casada sólo unos pocos años. No quería a su marido, aunque tampoco lo odiaba. De hecho, él era un hombre bastante agradable. Qué quieres que te diga, no lo quería, así que se pasaba todo el día fuera de casa. Creo que se había buscado un amante por ahí. En fin, tenía una melena negra que le llegaba hasta el culo. Un día, se la cortó. Quería ser moderna. Su marido no le dijo nada, pero su padre llegó a la casa, le echó un vistazo a su pelo corto y le arreó un bofetón que casi la manda al otro barrio. Después, le ordenó al marido que la dejase encerrada en casa durante un mes. Solía bajar por la escalera de incendios hasta mi ventana para salir por la puerta de nuestra casa. Todas las tardes durante un mes. Un día, a su vuelta, nos tomamos las dos un café en la cocina y le digo: «Cessa, dile a tu padre que esto son los Estados Unidos, Cessa, los Estados Unidos. Eres una mujer libre». Ella me mira y dice: «¿Qué quieres? ¿Que le diga a mi padre que esto son los Estados Unidos? Pero si nació en Brooklyn».

La relación con mi madre no es buena y, a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora. Estamos atrapadas en un estrecho canal de familiaridad, intenso y vinculante: durante años surge por temporadas un agotamiento, una especie de debilitamiento, entre nosotras. Después, la ira brota de nuevo, ardiente y clara, erótica en su habilidad para llamar la atención. Últimamente estamos a malas. La manera que tiene mi madre de «lidiar» con los malos momentos es echarme en cara a gritos y en público la verdad. Cada vez que me ve, dice: «Me odias. Sé que me odias». Voy a hacerle una visita y a cualquiera que esté presente –un vecino, un amigo, mi hermano, uno de mis sobrinos– le dice: «Me odia. No sé qué tiene contra mí, pero me odia». Del mismo modo, es perfectamente capaz de parar por la calle a un completo desconocido cuando salimos a pasear y soltarle: «Ésta es mi hija. Me odia». Y a continuación se dirige a mí e implora: «¿Pero qué te he hecho yo para que me odies tanto?». Nunca le respondo. Sé que arde de rabia y me alegra verla así. ¿Y por qué no? Yo también ardo de rabia.
Pero paseamos por las calles de Nueva York juntas continuamente. Ahora ambas vivimos en el Lower Manhattan, nuestros apartamentos están a kilómetro y medio de distancia y, cuando nos visitamos, lo hacemos a pie. Mi madre es una campesina urbana y yo soy la hija de mi madre. La ciudad es nuestro elemento natural. Las dos tenemos aventuras a diario con conductores de autobús, mendigas que arrastran carritos, acomodadores y locos callejeros. Pasear saca lo mejor de nosotras. Yo ahora tengo cuarenta y cinco años y mi madre, setenta y siete. Está fuerte y sana. Recorre la isla conmigo sin dificultad. Durante estos paseos no nos queremos, sino que a menudo rabiamos una contra la otra, pero de todas formas paseamos.
Nuestros mejores momentos juntas son cuando hablamos del pasado. Yo le digo: «Mamá, ¿te acuerdas de la señora Kornfeld? Cuéntame esa historia otra vez», y ella se recrea contándomela de nuevo. (Lo único que odia es el presente; en cuanto el presente se hace pasado, comienza a amarlo inmediatamente). Cada vez que cuenta la historia, es la misma y también es completamente distinta, porque cada vez que la oigo soy más mayor y se me ocurren preguntas que no le hice la última vez.
La primera vez que mi madre me contó que su tío Sol había intentado acostarse con ella, yo tenía veintidós y la escuché en silencio: embobada y aterrorizada. Me sabía de memoria los antecedentes. Ella era la menor de dieciocho hermanos, ocho de los cuales sobrevivieron hasta la edad adulta. (Imaginaos: mi abuela se pasó veinte años embarazada). Cuando la familia llegó a Nueva York desde Rusia, Sol, el hermano menor de mi abuela y de la misma edad que su hijo mayor (su madre también se había pasado veinte años embarazada), iba con ellos. Los dos hermanos mayores de mi madre habían llegado unos años antes que el resto de la familia, para trabajar en la industria textil, y habían alquilado un piso sin agua caliente en el Lower East Side para los once: baño en el pasillo, cocina de carbón, una hilera de oscuros cuchitriles interiores. Mi madre, que por entonces tenía diez años, dormía sobre dos sillas en la cocina porque mi abuela tenía un inquilino.
A Sol lo habían llamado a las durante la Primera Guerra Mundial y lo enviaron a Europa. Cuando volvió a Nueva York, mi madre tenía dieciséis años y era la única hija que quedaba en casa. Así que aquí llega, un desconocido lleno de glamur, la sobrinita que había dejado atrás ahora es casi una mujer, con ojos negros, una melenita brillante y castaña y una sonrisa arrebatadora, encantos que fingía no saber cómo emplear (ése fue siempre el estilo de mi madre: una coquetería descarada libre de la más mínima vergüenza), y empieza a dormir en uno de aquellos cuchitriles a un par de paredes de ella, con los padres de la chica roncando ruidosamente en el extremo opuesto del apartamento.
–Una noche –contaba mi madre–, me desperté sobresaltada, no sé por qué, y de pronto vi que Sol estaba encima de mí. Empecé a decir: «¿Qué pasa?». Creí que les había ocurrido algo a mis padres, pero estaba tan raro que pensé que igual era sonámbulo. No me dijo ni una sola palabra. Me tomó en brazos y me llevó hasta su habitación. Me echó sobre la cama, se puso a mi lado y me rodeó con los brazos, y empezó a acariciarme el cuerpo. Entonces me levantó el camisón y se puso a acariciarme el muslo. Y de repente me apartó y dijo: «Vuelve a tu cama». Yo me levanté y volví a acostarme. Nunca habló de lo que sucedió aquella noche, ni yo tampoco.
La segunda vez que oí la historia yo tenía treinta años. La repitió prácticamente palabra por palabra mientras subíamos por la avenida Lexington, a la altura de las calles que empiezan por sesenta. Cuando llegó al final, le dije:
–¿Y tú nunca le dijiste nada?
Ella negó con la cabeza.
–¿Y por qué, mamá? –pregunté.
Abrió los ojos de par en par, frunció los labios.
–No lo sé –respondió desconcertada–. Sólo sé que tenía mucho miedo. –La miré, como ella decía, «raro»–. ¿Qué pasa? –preguntó–. ¿No te gusta mi respuesta?
–No –protesté–, no es eso. Es que me extraña que no pronunciaras ni una sola palabra, que no mostraras tus miedos de ninguna manera.
La tercera vez que me contó la historia yo estaba a punto de cumplir los cuarenta. Íbamos caminando por la Octava Avenida y, a medida que nos íbamos acercando a la calle Cuarenta y dos, le dije:
–Mamá, ¿alguna vez se te ha ocurrido preguntarte por qué te quedaste callada cuando Sol intentó seducirte?
Me lanzó una breve mirada. Pero esta vez me llevaba la delantera.
–¿Adónde quieres llegar? –preguntó enfadada–. ¿Insinúas que me estaba gustando? ¿Es ahí adonde quieres llegar?
Me entró un risa tensa y maliciosa.
–No, mamá. No me refería a eso. Lo que digo es que se me hace raro que no dijeras nada.
Volvió a repetir que estaba muy asustada.
–¡Anda ya! —respondí secamente.
–Me das asco –me soltó furiosa en plena calle–. La sabelotodo de mi hija. Tendría que mandarte a la universidad para que te sacaras un par de títulos más, de lo sabelotodo que eres. Ahora resulta que yo quería que mi tío me violase, ¿no? ¡Menuda ocurrencia!
Después de aquel paseo, estuvimos un mes sin hablarnos.

Vivian Gornick
Apegos feroces
Sexto Piso, México, 2017


Vivian Gornick
Poster de T.A.


Vivian Gornick (Nueva York, 14 de junio de 1935) es periodista y crítica de alto rango. Fue reportera de The Village People en los setenta. Sus trabajos han sido publicados, entre otros, por The New York Times, The Nation y The Atlantic Monthly. Fierce Attachments, de 1987, ahora traducido por Sexto Piso como Apegos feroces, es el más apreciado de sus once títulos. En realidad, una obra maestra.





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